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Mundo pescadería: todo lo que hay más allá de la merluza

En español, carne y pescado tienen un significado contradictorio. Basta con evocar la mercadería de las carnicerías o un asado de domingo con los distintos cortes de vaca, cerdo o pollo sobre la parrilla. Si se mojó, no entra en la categoría. Y hasta el diccionario insiste en la separación:    

La definición pertenece a la Real Academia Española, que además dice 1) que la carne es la “parte muscular del cuerpo humano o animal” y 2) que también se considera carne a aquella “carne comestible de vaca, ternera, cerdo, carnero, etc., y muy señaladamente la que se vende para el abasto común del pueblo”.

Ahora bien, aunque la carne no sea pescado -y he aquí el origen de las pescaderías-, el pescado -como “carne blanca”- sí es carne. Inserte aquí su meme de confusión. 

En la Argentina, los pescados frescos no solo están excluidos de las carnicerías, sino que brillan por su ausencia en la mayoría de los supermercados, síntoma elocuente de lo que es el consumo en el país: una cuarta parte del promedio mundial.

Para comprar pescado, hay que ir a una pescadería de barrio, esperar el día de la semana en el que están la ferias de alimentos del Gobierno porteño o pedir por Internet, una modalidad que creció especialmente desde la llegada de la pandemia al país y la masificación del e-commerce entre la población.

A pequeños pasos, el consumo viene creciendo, en sintonía con la búsqueda de una alimentación más sana. Sin embargo, todavía sigue siendo un producto de consumo muy ocasional, más vinculado a las vacaciones en la Costa o las Pascuas.

¿Cómo es el comercio que muchos pasan una vida sin pisar, a pesar de habitar en uno de los países con mayor litoral marítimo?

En la Argentina, a pesar de tener una costa marítima de 4.000 kilómetros de extensión –una de las más grandes del mundo– con más de 90 especies con interés pesquero, el consumo de pescados y mariscos es ridículamente bajo.

Un argentino come 5 kilos al año, según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Esto es casi la mitad que el consumo promedio de América Latina (10 kilos) y mucho menos que la media mundial (20 kilos).

Un dato elocuente es la cantidad de pescaderías que existen en la ciudad de Buenos Aires. Mientras que las verdulerías se estiman en al menos 10.000, las pescaderías rondan apenas el centenar. En el país, son unas 800.

En los supermercados, hay que ir a la góndola de los enlatados para conseguir atún, sardinas y caballa, pero ahí paramos de contar.

En líneas generales, los súper más chicos (de hasta 500 metros cuadrados) no venden pescados, los medianos (de 500 a 1.000 metros cuadrados) ofrecen congelados y los más grandes suman a los anteriores anteriores algún pescado fresco, detallan desde la Cámara Argentina de Supermercados (CAS) y la Federación Argentina de Supermercados y Autoservicios (FASA) .

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Pescaderías

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Infografía: Clarín

En los hipermercados más grandes, tampoco hay demasiada variedad. Lo que más se comercializa es la merluza, el salmón, las barritas de kani kama y algunos mariscos, pero no mucho más.

“Es una categoría complicada”, describen empresarios del sector y puntualizan que, entre otros factores, el fresco tiene un vencimiento muy corto y la demanda es muy baja entre los argentinos.

Las ínfimas ventas de pescado son materia de asombro cuando el recurso se traduce en números. El Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca informó a Clarín que “la producción –considerando pesca y acuicultura– de productos marinos es de alrededor de 800.000 toneladas promedio anual”, mientras que para la pesca continental es de unas 40.000 toneladas, según los últimos datos disponibles. El 64% de lo que se pesca son peces; el 19%, crustáceos y el 17%, moluscos.

“La pesca es un sector que genera más de 23.000 puestos de trabajo directos a nivel comercial e industrial. A esto hay que agregarle la pesca artesanal, que solo en la cuenca del Plata suma 7.500 pescadores”, detalló a este diario Bárbara Castellani, responsable de la campaña de promoción de consumo de pescados y mariscos de la Subsecretaría de Pesca y Acuicultura.

En el caso de la pesca marina, “su destino principal es la exportación, en un porcentaje estimado alrededor del 90%”. En promedio, considerando la pesca marina y continental, “se exportan más de 500.000 toneladas anuales, por un valor de entre 1.800 a 1.900 millones de dólares al año, a más de 100 países”, indicó Castellani.​

A eso se suma la acuicultura. En la Argentina, la producción en Misiones, Corrientes y Chaco se concentra en pacú, mientra que la de la cuenca del Limay, entre Río Negro y Neuquén (embalses de Alicurá y Piedra del Águila), en la trucha arco iris. “Esta producción está más bien volcada al mercado interno, en tanto que se está incrementando progresivamente la exportación de trucha”, explicó.

“Si bien el consumo se mantiene muy bajo, se ha observado un incremento notable y sostenido desde el inicio de la pandemia”, indicó Castellani y señaló que, en esa línea, el ministerio promueve la campaña “El 19 de cada mes comemos pescado” para otorgarle valor a la producción pesquera nacional e incentivar el consumo en el país.

Y hablando del impacto del Covid, tanto supermercados como pescaderías se lanzaron a las plataformas de e-commerce, para ofrecer tanto pescado fresco como congelado, mariscos y comidas elaboradas con pescados.

Los canales de venta llegaron para quedarse, aunque la reapertura de restaurantes especializados en pescados hizo que se aplacaran un poco las ventas para consumo familiar en relación a la época de mayores restricciones en 2020.

La pesca que se comercializa en la ciudad de Buenos Aires proviene mayormente de Mar del Plata, seguido por General Lavalle y Samborombón. En general, las pescaderías más chicas trabajan con proveedores del Mercado Central que revenden, mientras que las grandes acceden directamente a las empresas pesqueras.

Este último caso es el de El Delfín, una de las pescaderías históricas de la Ciudad. Fundada en 1965 por inmigrantes italianos de tradición pesquera, traen pescado de distintos puertos del país, venden a restaurantes y al público, y elaboran comidas en sus dos locales de Barracas.

Lucas Cioffi es dueño de El Delfín, en Barracas, una de las pescaderías históricas de la Ciudad. Foto Fernando de la Orden.

Lucas Cioffi, hijo del fundador de El Delfín, cuenta a Clarín que los pescaderos vienen viendo un aumento en el consumo en los últimos 15 años: “Hay una tendencia de comer más sano y muchos médicos insisten en sus cualidades nutricionales y porque en definitiva hoy es el alimento más noble del planeta”.

“Los pescados de mar no tienen hormonas como el pollo; no se crían en feedlots hacinados como las vacas; no están agarrados a una tierra donde se usan agroquímicos. El pescado de mar le escapa por instinto a la contaminación”, asegura apasionado el pescadero porteño y remarca que “la mayoría del planeta (70% aproximadamente) está compuesto por agua”.

Además, “ya no hay tanto prejuicio de que en verano los pescados podían perder la cadena de frío y se empezó a comer más durante esos meses”, cuenta.

En las pescaderías, existen “temporadas” tanto en el tipo de pescados que se ofrecen (el bonito, por ejemplo, se consigue más en otoño y el abadejo más en verano), como en cuanto al consumo. Cioffi explica que las Pascuas siguen siendo el momento de más ventas, pero de enero a fines de marzo, en general, se vende más que en invierno.

“El pescado se asocia más con la época del año en la que la gente empieza a prestarse más cuidados”, dice. Algo muy parecido a lo que sucede con los gimnasios. Además de ejercitarse más, “las personas quieren comer liviano o bajar de peso, porque van a ir a la pileta o a la playa”.

En Capital, la merluza representa el 56% de la venta, indica un artículo del Gobierno porteño, y en las pescaderías dicen, con un número calculado a ojo, que los clientes lo piden en una proporción de diez a uno respecto a cualquier otro pescado.

La merluza es una pesca abundante, un clásico de la gastronomía porteña, un pescado de gran calidad, una carne fácil de filetear sin espinas y, también, un severo problema

Como lo define la periodista y escritora Soledad Barruti: “La merluza es el símbolo indiscutido de nuestra corrupción mar adentro”.

La autora repasa en su libro “Malcomidos” (Planeta) el derrotero de políticas predatorias que, con muy poca o nula visión de futuro sostenible, permitieron la pesca ilimitada y utilizaron permisos de pesca como “moneda de cambio política” logrando arrasar la merluza argentina en solo tres décadas, entre los ’70 y los ’90.

Entre 1986 y 2013, año de publicación del libro, la sobrepesca había acabado con el 60% de la merluza, denunció la autora. Y alertó que lo que se pesca es en su mayoría “ejemplares jóvenes que todavía no reprodujeron ni una vez y cuya pesca está prohibida”.

Es tal la “emergencia” que desde 2000 existe una zona de veda permanente de merluza para todo tipo de buques y un sistema de cuotas individuales de captura, entre otras medidas que buscan una explotación más sustentable del recurso. Sin embargo, distintas fuentes consultadas por este diario insisten en que la sobrepesca continúa siendo un problema.

Barruti destaca que hay que mirar el panorama completo: “El problema del mar es mundial y desolador”. Se estima que el 90% de los grandes peces desapareció, queda menos del 20% de la cantidad de peces que había a principios del siglo XX y el 52% de las especies más consumidas están siendo explotadas intensivamente. 

Stop aquí. Hay más de una especie de merluza. La más popular y abundante, a la que hace referencia todo lo anterior, es la merluza argentina o merluza hubbsi, que se obtiene de cinco puertos que concentran casi la totalidad de desembarques del país. Son Mar del Plata, en Buenos Aires; Puerto Madryn y Comodoro Rivadavia, en Chubut, y Puerto Deseado y Caleta Paula, en Santa Cruz.

En 2019, último dato anual disponible, las capturas pesqueras totales de merluza hubbsi registradas tanto en esos como en otros puertos fue de 314.326 toneladas.

La merluza se puede capturar todo el año, pero producto de la sobrepesca puede haber días en los que no se pesque (como sucedía a fines de los ’90). En general, las pescaderías van variando de puerto para que la merluza siempre esté en góndola, pero cuando no se consigue, se la cambia por otra variedad.

Además de la hubbsi, en la Argentina se pesca la merluza austral (se suele exportar a Europa) y la merluza de cola. De allí que en determinadas épocas del año la merluza que conseguimos no sea exactamente la misma en textura o sabor.

También existe la merluza negra, que es de otra familia de merluzas y a la que se conoce como róbalo de fondo,​ bacalao de profundidad, bacalao austral o mero chileno. De una carne más firme y levemente grasa, su precio cotiza en dólares, dado que el 95% de la pesca, se exporta. Fue la estrella de los ’90 y algunos especialistas gourmet claman su regreso.

La fundación de Buenos Aires probablemente sea un hito a la hora de pensar por qué el pescado tiene tan poco peso en la dieta argentina. Dicen las crónicas de la época que los querandíes eran grandes consumidores de pescados de río y que justamente ese fue uno de los alimentos con el que, en un gesto de hospitalidad, convidaron a los soldados de Pedro de Mendoza en 1536, cuando desembarcaron en las costas del Río de la Plata.

La buena onda duró poco. “Parece que los conquistadores no se consideraban bien atendidos y se sintieron con derecho a reclamar. El resultado fue que a las dos semanas de recibir pescado y maíz en la puerta del precario fortín perdieron el beneficio. Los nativos se retiraron y el hambre asomó en el poblado español”, cuenta el historiador Daniel Balmaceda en su libro “La comida en la historia Argentina” (Sudamericana).

Después de haber estado viviendo a carne blanca, uno pensaría que saldrían a pescar, pero no. “Los marinos de aquellas épocas no eran buenos pescadores”, cuenta a Clarín Balmaceda, y agrega que además “estaba el tema de los yaguaretés”.

La cosa venía así: la comitiva esperaba un envío de alimentos desde España que no llegaba, por lo que Mendoza manda a un grupo de cazadores a buscar alimentos. Strike uno: la comitiva termina cazada por un grupo de yaguaretés. Sale una segunda expedición, esta vez hacia el Oeste. Strike dos: termina derrotada por los querandíes, que “ya no eran amigos” y “respondieron el ataque de los conquistadores”, continúa Balmaceda.

Lo que sigue es bien conocido. En el fortín, era tal la escasez de alimento que los soldados eran enviados a comerse las suelas de sus propios zapatos. Un grupo, cansado, sacrifica a un caballo con el peor final: Mendoza los manda a colgar. “Al amanecer, ninguno de los tres ajusticiados tenía piernas ni glúteos”, relata Balmaceda.

Y esto, ¿por qué es tan importante para la historia del pescado en el país?

La analista cultural Carina Perticone, especializada en historia, semiótica y estética de las culturas alimentarias y las prácticas culinarias de la Argentina, explica que tras el fracaso y retirada de los españoles de aquel primer fortín, Buenos Aires tiene una segunda fundación, en 1580. Pero esta vez, el conquistador Juan de Garay cuenta con la experiencia de su predecesor y no está dispuesto a pasar hambre.

“Ya había cierto ganado cimarrón -vacas que se habían escapado de la primera fundación y se reproducían en el ambiente silvestre- pero Garay, que es más previsor que Mendoza, se hace mandar primero el ganado desde Paraguay y después viene él a refundar”, explica la autora del libro “Cocina, Cuisine y Arte” (Editorial Unicen).

El desarrollo ganadero se vuelve una prioridad, a tal punto que dos siglos después, para la época de la Revolución de Mayo, la carne “arrasaba con todo” por los precios que eran “realmente muy baratos”.

La abundancia era “impresionante”, sobre todo cuando se considera que habían pasado menos de tres siglos desde la introducción de las primeras cabezas de ganado en el suelo local. “Durante el virreinato, con lo que comprabas una libra de pan, comprabas entre 6 y 8 de carne”, puntualiza Perticone. En criollo, sería medio kilo de pan francés por 3 kilos de asado.

La investigadora y docente aclara que no es que fuera lo único que se comía. “En tiempos de la colonia y en el inicio del período independiente, Buenos Aires tenía acceso al pescado de río y se comía bastante. Pero realmente la carne era el alimento de prestigio en todo el occidente y, mientras en todos lados era carísimo, acá era muy barato”. 

Y siguió siendo así: por ejemplo, cuenta Barruti en “Malcomidos” que los europeos recién llegados al país podían pedir por día en el Hotel de los Inmigrantes la cantidad de carne que consumían por mes en sus tierras. Accedían aquí a un bien social que era de ricos en sus países de origen.

Volviendo al Virreinato, en cuanto al pescado de mar, lo que se comía en Buenos Aires eran sobre todo productos escabechados que llegaban de afuera y que con el correr de las décadas, los almacenes locales importarían de manera regular desde España.

“Es increíble que ya en esos tiempos, los españoles hablaban de cómo desaprovechábamos el pescado, el mismo discurso de ahora, pero escrito en 1801. Los textos del último decenio del virreinato mencionan el potencial para la pesca en San Antonio Oeste, hoy una de las capitales de pesca en el país. Eran plenamente conscientes de que acá había pescado y para el virreinato era un producto muy apreciado”, describe.

El menú de un banquete de la época lo ilustra mejor. A fines del siglo XVIII, al marqués de Avilés le toca asumir como virrey del Río de La Plata y viaja desde Chile hasta el barrio de la Chacarita, donde lo reciben los aristócratas de la época. Además, de patos, pavitas, gallinas y huevos, el repertorio contó con “bacalao, anchoa, un pejerrey, una lisa, dos anguilas”, cuenta Balmaceda en su libro.

¿Por qué nada de carnes rojas? Primero, porque estaban cerca de Pascuas, pero también porque la cocina de la corte española se había afrancesado desde inicios del Siglo XVII y el consumo de carnes rojas era más bien secundario, señala Balmaceda y hace dos aclaraciones.

La primera es que “la presencia de pescados en el banquete era especial porque el pueblo de Buenos Aires no era fanático consumidor. En todo caso, se comía el pejerrey, además de la pesca del día, por supuesto, pero no mucho más que eso”.

Y la segunda, que “el pescado era comida del mediodía, nunca de noche. El vendedor ambulante de pescado pasaba a media mañana y se le compraba para cocinar y consumir de inmediato porque después se pudría. De hecho, el propio vendedor se deshacía de lo que no había podido vender y lo habitual era que lanzara el sobrante en los arroyos que cruzaban la ciudad”.

El pescado es un alimento con tantas proteínas como la carne, rico en vitaminas y minerales, como el fósforo que mejora la memoria. Los pescados azules -aquellos más grasos- tienen omega 3, ácidos grasos que pueden aportar acción antiinflamatoria y son beneficiosos para la salud cardiovascular.

Entre otros pescados argentinos con omega 3, se pueden contar la caballa, el bonito, las anchoas y el atún. Los mariscos también poseen alto contenido de omega 3 a pesar de ser bajos en grasas, como por ejemplo los langostinos, los calamares, los mejillones y las almejas.

Algunos pescados de río también tienen omega 3, según un estudio que se hizo en la Argentina y fue avalado por la Sociedad Argentina de Nutrición (SAN). Son el surubí, el dorado y la boga.

“Depende del lugar donde se crían los peces es la calidad de la grasa que desarrollan”, explicó la nutricionista Jorgelina Latorraga (MN 42.883), del equipo médico de Wellness de la obra social ASE Nacional.

Para la nutricionista es recomendable “adaptarse” a las fuentes de alimentación que brinda el ambiente. “Es importante que podamos comer tanto leche de la vaca como pescado, dependiendo de dónde estemos. Somos libres de ir probando. Yo recomiendo que siempre se empiece por una vez por semana: elegir la recomendación del día en la pescadería y arrancar por ahí, buscando recetas”.

“Si tengo el mero en oferta, lo mejor es buscar en Internet como hacerlo y muchas veces los que venden pescado también te explican. Si tiene espinas y no sé sacarlas, se puede desarmar con la mano y hacer en albóndigas. Si me molesta el olor, hacerlo en papel aluminio al horno o a la parrilla”, sugiere.

Las Guías Alimentarias para la Población Argentina (GAPA) recomiendan incluir el consumo de pescados dos o más veces por semana, otras carnes blancas dos veces por semana y carnes rojas hasta tres veces por semana.

La idea es que no hay un pescado mejor que otro. En las provincias con litoral, se consume la pesca de su flota costera que va variando según la temporada. Ushuaia es famosa por la oferta de merluza negra y centolla, mientras que en las orillas del Paraná es común el consumo de sábalo, boga, dorado y surubí.

Latorraga sugiere también usar pescado en lata para empezar a incorporarlo. “Hay de atún, caballa o sardinas. Hay que tener en cuenta que ya traen sodio, pero es práctico, no tiene olor y sirve para empezar. Algo muy sencillo, por ejemplo, es hacer albondiguitas con trigo burgol y caballa. Y así hay miles de recetas, que no están en nuestra cabeza, pero son super simples”.

Para una dieta de 2.000 calorías, la recomendación de la porción diaria de pescado es de entre 200 y 300. Es decir que se podría comer dos veces al día en un tamaño aproximado que ocupe la cuarta parte del plato.

“Por lo general, el pescado sigue siendo un producto caro y de difícil aceptación en el mercado, por lo que la industria comenzó a comercializar el aceite de krill en cápsulas como suplemento para quienes quieren consumir omega 3″, detalla la nutricionista.

No hay restricciones ni demasiada complejidad para cocinarlos, pero la carne de pescado -como la de cerdo y vaca- también tiene sus secretos. Lo principal es cerciorarse de que el pescado esté en condiciones y después tener algunos tips para incorporarlo y prepararlo.

Siempre se puede pedir ayuda al pescadero, no sólo para que nos limpie o filetee un pescado sino para que nos aconseje en cómo prepararlo, ya que hay variedades que van mejor con determinados tipos de cocción. Y para salir de la opción “filet de merluza a la Romana”, es posible consultar propuestas en la sección Pescados y mariscos de Clarín Recetas.

Aquí, una breve guía de cómo incorporar más pescado a nuestro menú:

  • Elige tu propia aventura: el pescado se puede cocinar al horno, a la parrilla, a la plancha, frito, al vapor o a la cacerola, y crudo y curado en sashimis, niguiris y ceviches. También en todo tipo de preparaciones, como tartas, empanadas, salsas, chupines (guisos de pescado) y ensaladas. Y se puede comer en cualquier momento porque se digieren rápidamente: picada, cena o almuerzo.

  • No consumir sólo merluza y salmón: pedir recomendación en la pescadería y experimentar. La chernia y el lenguado, por ejemplo, son pescados muy sabrosos.
  • Para los más chicos, probar hacer bastones fritos (como papas fritas) con palometa, un pescado que se ve feo, pero es rico y tiene poca espina.
  • “Reforzá el sabor de lo que te cuesta más comer”, dice la chef Narda Lepes, y sugiere probar cocinar el pescado con manteca o marinarlo antes de llevarlo al fuego.
  • Mejor cocinar rápido el pescado, para que no pierda la textura. Entonces, si se lo hace entero, hacerle unos cortes en la parte más gruesa para que penetre más el calor. Y si se hace en un medio líquido, mejor que el guiso ya esté cocido cuando se le sume el pescado.
  • Para que quede dorado, secarlo antes de cocinarlo.
  • Si va a ser frito, reemplazar el pan rallado por el panko (el pan rallado japonés, que se hace sin corteza y da rebozados más livianos).

  • Otro consejo de Lepes: cortar el filet al tamaño de la espátula, para que no se rompa al darlo vuelta.
  • ¿Escamas o no escamas? Va en gusto y según la forma de cocción.
  • ¿Molesta el olor? Al horno y envuelto en papel aluminio, o equilibrado con, por ejemplo, salsa de soja.
  • ¿Fiaca de sacar las espinas? Desmenuzarlo con los dedos y hacer albondigas.
  • ¿Y el punto de cocción? Cocinarlo hasta que quede opaco (blanco) y no salga jugo al pinchar su carne con un tenedor.

Los avances tecnológicos marcaron las preferencias gastronómicas en torno al pescado. Es probable que el pescado fresco fuera una comida de mediodía por mucho tiempo. Los refrigeradores no se masificarían hasta mediados de siglo XX y hasta entonces, la mayoría de las familias conservaba los alimentos en armarios en los que se ponía una barra de hielo comprada en una carbonería.

Algunos pescados de mar, como el bacalao que se hacía a la vizcaína, ya se consumía desde fines del siglo XIX porque llegaba deshidratado, y para principios de siglo XX, además del pescado fresco de río, se conseguían otros conservados en salazón, el mismo método con el que se trataban las carnes rojas.

Para 1910, hay registro de una empresa que se llamaba “Roberto Taylor Industria Nacional de Pescados” que tenía sede en Brasil 86, en la ribera del río en ese tiempo previo a la construcción de Puerto Madero, cuenta la investigadora Perticone. “Sacaban un barco al mar y traían corvina, merluza, pescadilla, pargo, raya, palometa, brótola, lenguado, rubio bonito, anchoa y mero”, enumera. 

Pero el pescado de mar fresco necesitó del desarrollo del tren, en el siglo XX, para poder llegar a la mesa de los porteños. En la década del 30, empieza a llegar el pescado de mar y se pone de moda. Por ejemplo, era top comerse un lenguado. Pero era top, porque también era caro y se lo vinculaba a las clases altas, una comida “elegante”, dice Perticone: “Había que saber usar el cubierto de pescado para separar las espinas”.

En alguna medida continuó siendo un consumo muy minoritario. Además del precio y de la relación con la carne vacuna, para Perticone, “el principio conductor que tracciona en la gastronomía, hablo del negocio (restaurante) que a la larga termina impactando en la alimentación hogareña, es el prestigio”. “Mal que nos pese y que nos cueste asumirlo, ¿acá qué porteño te iba a comer pescado crudo a fines de siglo XX en Buenos Aires? Pero de pronto viene el sushi y es un boom”, analiza.

¿Qué lo hizo posible? El sushi ya existía como una de las opciones de algunos menúes de restaurantes asiáticos, pero se popularizó en los ’90 con las películas de Hollywood (el sushi que comemos en la Argentina no es del estilo japonés directo sino su variante adaptada en California) y los programas de televisión argentinos.

“Cuando algo llega de la mano del prestigio, predispone de manera muy distinta a las personas para probar, para animarse a comer algo que no tiene nada que ver con tu patrón gustativo de siempre. Por un lado está bueno, pero también es un síntoma de lo que somos como consumidores. En algún punto somos demasiado receptivos a los discursos del prestigio y del deber ser”, opina Perticone y ejemplifica con un pescado en particular.

En la época del virreinato, cuenta, se comía mucho en Buenos Aires la anguila, que abunda en las lagunas de la zona -ya vimos que la ofrecían para banquetes de virreyes-. Su carne era muy apreciada, incluso considerada “delicada” para la época, y se siguió consumiendo por generaciones. “En los libros de 1930, había recetas como por ejemplo de anguilas rebozadas y fritas”, cuenta.

“Después, prácticamente desaparece. El consumo de anguila hoy se da en contextos de familias de recursos muy escasos que pescan para comer. Pero hoy nadie habla del consumo de anguilas, a no ser en el contexto de los restaurantes asiáticos. Tal vez, vas a un restaurante vietnamita y te la pedís, porque ‘Qué exótica la anguila’, cuando siempre estuvo ahí, en el fondo de las lagunas”.

Hoy en día, es difícil conseguir anguila fresca en las pescaderías de Buenos Aires, cuenta Leandro Bouzada, chef ejecutivo en Osaka, el restaurante número uno en cocina nikkei, que es la fusión de la gastronomía peruana y nipona. En Buenos Aires, era tan complicado que tuvieron que sacarlo del menú.

Si tuviéramos anguila fresca, la consumiríamos, pero la realidad es que solo hay de vez en cuando en el Barrio Chino o en el Barrio Coreano. Es bastante engorroso el tema del limpiado y del pelado de la piel, así que más que nada se la lleva la gente de la comunidad que sabe cómo hacerla y prepararla”, detalla Bouzada.

Y aclara que lo que sí se conseguía era el unagi importado de Japón o China. El unagi (nombre japonés para la anguila de agua dulce, y en especial para la especie de anguila que existe en Japón) se trae congelado, limpio y en fetas, “como si fuera una bandejita de salmón ahumado”, explica.

“El tema con el unagi es que no hay estacionalidad. No siempre tenés el producto y ya no digo todo el año, sino como para al menos poder decir ‘Voy con este plato tres meses’”, dice. 

El unagi es un producto caro y de sabor exótico. En Osaka, lo han preparado en tres platos: en una salsa Taré que se hace a base de anguila, en un wok como si fuera carne o langostinos, y en un tiradito, explica Bouzada. Y volviendo al sushi y la tan popular merluza, ¿por qué no se la utiliza en esta preparación? “No es un pescado que se use para sushi: no nos nos sirve la textura que tiene”.

Desde Tierra del Fuego, la noticia sacudió el mundo. En julio de 2021, un distrito prohibió por primera vez la siembra y la cosecha de salmones, con el objetivo de preservar el ambiente y la economía local. La sanción de esta ley impidió así que se instalaran salmoneras en aguas marítimas del Canal de Beagle.

El proyecto había sido reprobado por vecinos, científicos, ambientalistas y referentes de la gastronomía como Francis Mallmann y Narda Lepes, que ya dejaron de servir en sus restaurantes comidas elaboradas con salmón rosado, el segundo pescado más requerido por los argentinos, que se importa casi completamente de Chile.

El rechazo viene tanto por las consecuencias ambientales de la salmonicultura en ese país como por considerarla perjudicial para la salud. “El salmón rosado se vende como un producto saludable y premium, pero la forma en la que se cultiva no condice para nada con ese marketing de producto caro”, asegura la coordinadora de la campaña de Océanos de Greenpeace Andino, Estefanía González.

En Chile, el salmón se produce en tres zonas de fiordos y canales -Los Lagos, Aisen y Magallanes-, ecosistemas cerradísimos donde se instalan unos piletones del tamaño de una cancha de fútbol de 30 pisos de profundidad, donde los peces viven hacinados.

“Es como si la gente tuviera una pecera en su casa que no se limpia: en el fondo se acumulan las heces y los restos de alimentos. Como en algunos casos mantienen las luces prendidas las 24 horas, los salmones terminan vomitando y eso también queda ahí. Y a su vez están los salmones muertos, porque en las salmoneras hay una alta tasa de mortalidad”, ilustra González.

Eso genera un proceso de eutrofización, detalla la ambientalista, que es “cuando el mar tiene un exceso de nutrientes y se pierde oxígeno, condiciones necesarias para el mantenimiento de la vida”, además de dañar los fondos marinos y favorecer las mareas rojas y el crecimiento desproporcionado de algas.

En definitiva, “se vende como sustentable, de las aguas limpias del fin del mundo, pero se crían en la verdadera putrefacción y además ni siquiera son rosados. Son originalmente rosados y el tinte anaranjado proviene de la alimentación”, describe González. Para sobrevivir a todo esto, requieren una gran cantidad de antibióticos, que los ambientalistas alertan que pueden ser perjudiciales para la salud de quienes los ingieran.

En la Argentina, el salmón se consume cocido, aunque cada vez menos, gracias a las campañas de concientización y el ejemplo de distintos influencers y figuras públicas. La excepción sigue estando en el sushi, donde continúa siendo la proteína más difundida.

Los motivos son muchos y empiezan por la predilección que tiene el consumidor argentino por este pescado. Otro factor es la disponibilidad de otras especies que puedan reemplazar al salmón. No es lo mismo el sushi que se consume en la Argentina que el de Perú o Japón.

“El sushi nipón es de sabores muchos más naturales, no tiene tantos retoques y tiene una variedad de productos infinita. Acá en la Argentina, no todo el pescado queda bien para sushi. Porque tenemos un montón de variedades de río que no aplican. No podés hacer un ceviche de surubí, porque no queda tan rico. Y en cuanto al mar, no tenemos una variedad enorme de pescados como tiene Perú o como tiene Japón. Entonces, te achica la jugada”, señala el chef Bouzada.

Como mucho, explica, que hay cuatro o cinco variedades de pescados que se consiguen en la Argentina y son aplicables a esta cocina. “Si vas a Perú, entre pescados de mar y los pescados de la Amazonia, tenés un abanico de 20 tipos de pescados diferentes donde podés dar 20 tipos de oportunidades diferentes a la gente”.

“A eso se suma que el mejor producto nuestro siempre es el que se exporta. Porque el langostino que nos llega a nosotros es un buen langostino, pero el langostino increíble es el que congelan a bordo y exportan. Lo mismo pasa con la vieira y con el chipirón, así como también pasa con las manzanas y los limones, o con la carne. La cuota Hilton no queda acá”, agrega. 

En Osaka el salmón rosado se usa, aunque representa menos del 5% de la carta. “Planteamos sacarlo, pero es el mismo salmón chileno que usan en Lima y en Estados Unidos”, cuenta Bouzada. Y plantea que “todos los cocineros que estamos en este rubro deberíamos ampliar el espectro porque la pesca tradicional marítima nuestra le hace mucho peor al océano que el salmón rosado“.

El chef detalla que, por ejemplo, un barco pesquero que sale a buscar langostino, “al tirar la red arrasa con todo el fondo del mar, el fitoplancton, todo, agarran el langostino y todo lo demás, que ya está muerto lo vuelven a tirar”.

“Es mucho más grave que lo que pasa en los piletones de salmón. Obviamente que hay que trabajar en esos piletones para que sean mejores, biodegradables y haya una estructura para que uno pueda supervisar la salud de los salmones y no se altere el ecosistema“, apunta.

El Barrio Chino nació en los 80 con la llegada de numerosas familias que inmigraban desde Taiwán. Tanto por el choque de idiomas como por la necesidad de encontrar productos que remitieran al hogar, se comenzó a formar un polo comercial con fuerte identidad oriental. Con los años, traerían el primer templo budista, instalarían el famoso arco rojo y explotaría la movida gastronómica.

Francisco Ichiban, uno de los taiwaneses de la primera generación en migrar al país, recuerda que “en los ’80, era casi imposible conseguir pescado fresco en la Ciudad”. Al menos, no en los barrios: “Tenías que ir sí o sí hasta el Mercado Central y eso no era cómodo, por lo que los supermercados del Barrio Chino comenzaron a buscar proveedores de Mar del Plata y ya desde los ’80 eran los únicos en recibir pescado todos los días”.

Francisco Ichiban, especialista en pescados del Barrio Chino. Foto Fernando de la Orden

“Los orientales tienen una obsesión con lo que es la mercadería fresca”, aclara Ichiban, dueño desde 2008 del supermercado homónimo en el Barrio Chino, y señala a una mujer de rasgos asiáticos que revisa con las manos los ejemplares de mero expuestos entre el hielo. “Acá todo es autoservicio. Lo primero que hace un oriental para elegir el pescado para ver que sea fresco es revisar que tenga baba, después mirar el color de las agallas y por último el brillo de los ojos”, detalla.

Los carteles están en chino además de en español, y no sólo anuncian el precio sino que sugieren la manera de cocinarlos: a la plancha, frito, horno y vapor. “Acá, los pescados no aguantan dos días. Se vende solo lo que llega del día. Para eso tenemos empleados con experiencia, conocedores de pescados, que hacen una selección antes de poner en la góndola”.

Un ejemplo: “Recibimos la caja de 18 kilos de pescados, los revisamos en el momento, se devuelven al proveedor los que no están bien, cosa que podemos hacer porque compramos en grandes cantidades, y se vende la mercadería en el mismo día. Eso es una diferencia con algunas pescaderías de barrio, que pueden tener más tiempo los pescados en venta”. Los desperdicios se tiran.

La otra diferencia está en los tipos de pescados que se venden. “En toda Asia, se come comida de mares. Al estar rodeados, el consumo de mariscos y pescados es algo cotidiano. En cambio, en la Argentina no está tanto la costumbre, salvo en Semana Santa. Hay pobreza en variedad y calidad”, explica Ichiban. 

Tras la llegada de los primeros taiwaneses, en los ’80, siguió una ola migratoria desde China y más tarde desde otros países con cultura gastronómica más vinculada a los pescados, como Perú o algunos países de África. “Y después el crecimiento del Barrio Chino fue equivalente al crecimiento del rubro gastronómico. Hoy, no solamente tenemos los sushi y restaurantes de ceviche, sino también los coreanos y los españoles, que también precisan de pescado”, relata.

Eso abreva que que no se venda tanto filet de merluza. “El público argentino lo puede conseguir en las pescaderías de barrio, que han crecido bastante en los últimos años. No necesita venir al Barrio Chino tampoco para conseguir salmón o calamar”.

“Los orientales llevan pescados completos, aunque de tamaño más bien chico, de 400 gramos que sirven para una comida”, explica y detalla que se relaciona a la forma de cocción y también de comerlos. “No se desperdicia nada. Ni los huesos, ni la cabeza. Para eso, usamos los palitos, con los que se puede separar la carne de la espina. Lo más típico es hacerlos a la plancha, con salsa de soja, que es una de las cinco salsas de la cocina china que es infaltable, y además de darle sabor y sal al pescado, le quita el olor”.

Ojo, como en cualquier pescadería, se puede pedir a los empleados que “limpien” las piezas. De menos a más, las formas típicas son: sin escamas ni tripas, el fileteado con piel, el fileteado sin piel o el pescado trozado. Y aquí un detalle: el pescado se pesa primero y no tras ese trabajo, por lo que hay que considerar que, por ejemplo, el mero rendirá el 35%, la corvina 30% y el lenguado 45%.

Para el restaurante, lo que más se usa son pescados que se hacen filet y son pescados grandes. Por ejemplo, el abadejo, la corvina, el mero, el lenguado, la lisa, el besugo o la chernia. Y después, lo que se vende tanto entre el público como a los restaurantes son los mariscos, especialmente la línea del calamar, que se divide en aletas, tubos (de los que se hacen rabas y tentáculos) y también los langostinos. 

Fundador del bodegón más gourmet de Mar del Plata y reconocido por su cocina de mar, el chef Lisandro Ciarlotti está convencido de que la anchoa de banco es la rockstar de la pesca argentina en los últimos años y una opción más que recomendada para probar nuevas carnes blancas que no sean la merluza.

Atención a no confundir la anchoa de banco con la “anchoíta”, que sería la que le ponemos a la pizza, tiene un tamaño de apenas unos centímetros y se suele comercializar principalmente en aceite y salmuera, lo que hace que se consiga durante casi todo el año.

La anchoa de banco o “blue fish”, en inglés, suele tener una longitud de entre 30 y 43 centímetros y se pesca con flota fresquera, que son buques que tienen un tiempo de navegación reducido por la capacidad de frío que tienen. Por eso, en la Argentina, se vende entera y fresca para el mercado interno. “Es un pescado que levantó mucho en el último tiempo”, dice Ciarlotti y enumera varios motivos. 

El chef Lisandro Ciarlotti, de Lo de Tata, posa con un pez limón, uno de los pescados premium de Argentina. Pero él elige la anchoa de banco. Foto Fernando de la Orden / Archivo

El primero es la disponibilidad: “Se consigue mucho en pescadería. Hay mucho más en verano/otoño por un tema de su alimentación, porque se mete en cardúmenes con el pez limón y el bonito, pero es un pez que está en la Costa Atlántica todo el tiempo”.

El segundo, es muy rica: “La carne de la anchoa de banco no tiene que ver con la merluza, porque es una carne oscura, azul, que con la cocción queda súper blanca, y tiene un sabor espectacular”.

Tercero, rinde mejor y no solo porque forma parte del grupo de pescados azules o más grasos, que llenan más que las magras. “Es un pez que ronda entre los 2 y los 4 kilos y tiene muy poco desperdicio. Si vos comprás un pescado de 2,5 kilos, de carne te van a quedar 2 kilos seguro”, explica.

Y sigue: “En comparación con otros pescados eso es importante. Tanto la chernia, como el mero, la corvina o el salmón blanco, tienen una cabeza muy grande, un estómago grande y espinazos grandes. Eso hace que el peso de lo que se consume varíe más que con la anchoa de bacalao”

La chernia es otro de los pescados que son un boom. Si el chef tiene que definirlo, dice que es el de gama más alta, entre los económicos. Básicamente, “el mejor entre los baratos”. El problema es que un pescado de 2,4 kilos puede terminar rindiendo 400 gramos de filet.

Todo depende también de cómo se consuma, plantea Ciarlotti. Las anchoas de banco se pueden preparar en filet cocidas y también crudas en tiraditos. Sirven además para rellenos por el aporte de grasas que tienen, por ejemplo, para hacer tartas o empanadas. “Y fritas quedan espectacular”, agrega.

¿Una recomendación? “Entera me parece genial: se abre por el lado de la panza en dos, tipo mariposa, se saca el espinazo entero y después, espina por espina, en los dos filetes. Si es para la parrilla, es mejor hacerlo con escama para que no se pegue la piel y pueda penetrar mejor la temperatura. Si es para horno de barro o plancha, mejor sin piel”.

Sí, “es un trabajito”, reconoce, pero enseguida alienta a probar. “Puede ser distinto para el que no está acostumbrado a trabajar pescado, pero después se vuelve algo cotidiano y fácil, como nos pasa a nosotros, y no necesitás tener un equipo especial”.

Si bien existen pinzas diseñadas específicamente para sacar las espinas, en su restaurant “Lo de Tata” se usan muchas veces las de punta larga de ferretería. Ojo, tampoco va todo: la pincita de depilar no tiene buen agarre, así que mejor dejarla en su lugar.

“Está buenísimo que los argentinos empecemos a incorporar otros pescados o nos acostumbremos a pedir la pesca del día. Hay una nueva visión y más apertura hacia otras especies de pescado como la anchoa de banco, la palometa, la lisa o la chernia, que son pescados que no se consumían normalmente. Y eso es genial, porque el mar no es como una vaca, que la cortás y todos los días tenés los mismos cortes”, dice.

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