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Mandaron un robot argentino a la Antártida: qué fue a buscar

La reducida población de científicos instalada en la Antártida tiene una nueva compañía, una pieza esencial para perfeccionar las mediciones de los hielos que realiza anualmente la Argentina en la región. 

Un robot autónomo, impulsado por cuatro ruedas de tracción controlada y equipada con cámaras, sensores, un brazo, paneles solares y wi-fi, acaba de cumplir exitosamente la primera etapa de reconocimiento del terreno y las condiciones climáticas en el glaciar Bahía del Diablo de la isla Vega, a 60 kilómetros hacia el norte de la base Marambio.

Después de completar esa serie de ensayos para observar su desenvolvimiento en condiciones extremas –vientos de hasta 140 kilómetros por hora y temperaturas bajo cero a toda hora–, el prototipo seguirá desarrollándose en las instalaciones de la Escuela de Oficiales de la Armada (ESOA), en la base naval de Puerto Belgrano, Punta Alta.

El ingeniero electrónico Andrés García, inventor del robot de uso científico para el sector antártico, en el taller de su casa de Bahía Blanca.

Desde Bahía Blanca, el creador de la sofisticada plataforma robótica no oculta su satisfacción por el primer paso, aunque prefiere ser cauto. “Estoy sorprendido porque funcionó perfectamente, incluso llegó íntegro todo el sistema electrónico. De todas maneras, la idea es cambiar y mejorar algunas cosas”, señala Andrés García, ingeniero electrónico recibido en la Universidad Nacional del Sur e investigador de la Universidad de la Defensa Nacional (UNDEF).

Por estos días, García alterna su trabajo de docente en la Escuela de Oficiales Base Belgrano y en la Universidad Tecnológica Nacional (UTN) con la revisión minuciosa del rompecabezas que concibió para dar forma al robot con fines científicos: los dibujos, la programación, los motores, el cargador específico con energía solar y algoritmo, placas de aluminio, impresión en 3D y hasta dos cámaras para captar imágenes.

Aún sin proponérselo, el experto traslada la pasión por su especialidad desde la intimidad del taller al hogar familiar, donde la aparición de cada aparato para mediciones o la compleja fórmula de un experimento impulsan a su esposa María de los Ángeles y a su hija de 12 años a preguntarle de qué se trata cada cosa. Puertas adentro, términos como “componentes de electrónica”, “desarrollos”, “robot”, “sensores” y “raspberry” ya forman parte del lenguaje cotidiano.

Mientras el diseño posible de su próximo invento da vueltas por su cabeza -un robot submarino de características más complejas, comandado por un cable y con GPS, para investigaciones subacuáticas-, García no descuida la atención en el equipo que sirvió como modelo para definir el robot apto para el continente antártico.

Después de haber concebido el robot para monitorear el hielo de la Antártida, Andrés García está diseñando un prototipo para investigaciones subacuáticas.

En la hora más crítica de la pandemia, García fabricó un robot preparado para monitorear a los pacientes de Covid internados, sobre todo en horario nocturno, cuando el enfermo quedaba aislado y sin compañía en la habitación. Ese robot precursor, que todavía sigue utilizándose en el hospital de Puerto Belgrano, no es autónomo y lleva una cámara con audio conectada a Internet.

“La idea se me ocurrió una vez que leí un artículo acerca de un robot adaptado para un hospital de Israel. Por eso me presenté a una convocatoria rápida de la Universidad de la Defensa Nacional y en dos meses ya lo tenía listo”, recuerda García.

El ingeniero devenido en experto en robótica lleva buena parte de sus 47 años inmerso en un mundo de herramientas, manuales, piezas sueltas de equipos electrónicos, luces y cálculos científicos. Fue su padre electricista e ingeniero quien influyó decisivamente para que vislumbrara su vocación. Como para empezar, el niño Andrés (de unos 6 o 7 años) forjaba su propio camino siguiendo cada entrega de la serie de ciencia ficción “Transformers” y las clases rápidas de experimentos y aeromodelismo que publicaba la revista “Lupín”.

Ya en tiempos del colegio secundario con perfil electrónico en la Escuela de Educación Técnica de Bahía Blanca, García -nacido en Plaza Huincul, Neuquén- era un avezado creador de brazos manipuladores y robots experimentales. Esa primera experiencia fue clave para que, junto a su hermano, se animara a tomar parte de la Feria de Ciencias celebrada en 1991 en Bahía.

“Lo mío era la investigación. Buscaba resolver los problemas a través de fórmulas y métodos alternativos”, asegura García. Esa declaración de principios ya marcaba sus pasos cuando se recibió de ingeniero electrónico en 2001 -después de aprobar la materia “Robótica industrial”-, un logro que, al año siguiente, lo catapultaría a una beca de tres años que le ofreció el Instituto de Robótica de Portugal, una institución de prestigio reconocido en toda Europa.

A partir de ahí, todo le llegaría por decantación natural. “Un día, el capitán Ricardo Orué se contactó conmigo y caímos en la cuenta de que se sabe lo que hay y sucede arriba del hielo de la Antártida, pero poco y nada de lo que pasa abajo. Así surgió la idea de hacer algo con ruedas, un robot con peso inferior al de una persona (unos 20 kilos), para poder llegar a ciertos lugares poco accesibles y que no fuera invasivo para el medio natural”, repasa García.

La charla con el inventor transcurre entre extraños sonidos de aparatos y luces intermitentes, hasta que García vuelve a meterse de lleno en las mediciones para lograr que el futuro robot subacuático resulte un robusto cuerpo de más de 40 kilos de peso, que -a falta de ruedas- sea capaz de rotar en tres ejes, reforzado con placas de vidrio y acero inoxidable para evitar el ingreso de agua. Un velo acaba de correrse: el hombre ya está enfrascado otra vez en su mundo y toma prudencial distancia del entorno.

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